Con su color de duelo
me dice la señora
que debo despedirme.
Que no hace falta
que saque la vieja valija del armario
ni que deje, siquiera,
una pequeña esquela.
Basta con que me deslice,
silenciosamente,
hacia el fondo de la casa
y que me siente, despacio,
en la silla acostumbrada.
Que cierre los ojos
y me deje acariciar por
la cálida tarde que ahora,
sorpresivamente,
se ha echado entre mis piernas
y se ha quedado,
dulcemente mansa.
Que respire profundamente,
permitiendo que la fragancia
de los jazmines,
que cubren el alambrado
(y van tapando, de a poco, la vista
que nos queda del reencuentro perdido),
me inunde por completo.
Y que, por último,
exhale lenta y sostenidamente,
hasta que no quede,
agazapado en los rincones
de la memoria,
ningún recuerdo.
Llorando a mares,
me ha dicho la señora
que ahora basta con eso.
Que,
por ahora,
con eso,
basta.